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JULIO GARCÍA OTERO (1895-1966) PDF Imprimir E-Mail
Dr ANTONIO L. TURNES   
martes, 29 de mayo de 2012


Dr. Manlio Ferrari

Cuando los organizadores de este acto me propusieron referirme a la personalidad del Profesor Julio García Otero como docente, pensé que, sin duda, nadie había tenido el privilegio que el destino me reservó: recibir durante 19 años consecutivos las enseñanzas, el apoyo y la consideración amistosa de este hombre excepcional. Desde que ingresé en su clínica como practicante interno en 1941, hasta que le sucedí en la cátedra en 1960, fui partícipe de su vida científica, asistí a su encumbramiento docente y percibí sus inquietudes, sus afanes y sus desesperanzas.


En la clase inaugural que pronunciara cuando fue designado profesor de clínica médica, García Otero dijo lo siguiente: “Si deseé conseguir el título de profesor de clínica médica, no es por el honor que ello significa, no es para destacarme colocándome por encima de los que me rodean, sino que es por creer que puedo, desde este puesto, realizar algún bien. No sé si será ilusión, si las fuerzas que creo poseer serán suficientes, pero lo que puedo asegurar es que tengo la firme voluntad de hacer el bien, ayudando a los que se inician en el difícil arte de curar, a adquirir los conocimientos necesarios mostrándoles sin énfasis, pero también sin temor, los obstáculos a vencer y el camino a seguir”. Su actuación posterior demostró la absoluta sinceridad de los propósitos enunciados al recibir su alta investidura; enseñó con firme voluntad y prodigó incansablemente sus enseñanzas a muchas generaciones estudiantiles.

A la docencia se puede llegar por varios caminos. El más digno sin duda, es cuando constituye la culminación de una aptitud vocacional íntimamente sentida; así resulta la docencia plena, generosa, entusiasta y a menudo también apasionada y original. Otras veces es la consecuencia de una cultura trabajosamente lograda, que necesita expansión natural, volcándose hacia terceros; es la docencia para satisfacción personal, intelectual y rebuscada; que se brinda sin pasión. En fin, lamentablemente, con frecuencia se toma como una profesión más, un “modus vivendi”; la docencia es entonces rutinaria, interesada y sin calor humano. Julio García Otero fue paradigma nato del docente de la primera categoría: su docencia fue plena, apasionada, generosa, entusiasta y original.

Su docencia fue plena: se entregó a ella en forma absoluta hasta los últimos días de su vida fecunda. Contó con aptitudes intelectuales de valor excepcional; una inteligencia rápida y brillante y una memoria prodigiosa que supo usar con sencillez y naturalidad. Sus ideas brotaban espontáneas, sin esfuerzo, con insuperable claridad, usando un lenguaje preciso, justo y adecuado a cada situación. La grandilocuencia y la petulancia jamás estuvieron presentes en sus disertaciones, que cautivaban por su agudeza y su inefable sencillez.

Su docencia fue apasionada. Puso pasión para defender lo que él consideraba incólume en la medicina clínica:  los hechos sólidamente establecidos por la experiencia. Lo vimos desdeñar con sutil ironía, la novelería y las generalizaciones fáciles a que tan proclives son los espíritus superficiales y las mentes poco sólidas. Su robusto intelecto se inflamaba de pasión cuando afirmaba, con la fuerza convincente de sus argumentos, que el fundamento eterno de la medicina clínica, imperecedero a través del tiempo, es el diálogo entre el enfermo y el médico. En este sentido fue un clásico integral. Enseñó siempre que un interrogatorio profundo y un examen clínico cuidadoso y completo, son los fundamentos esenciales del diagnóstico; que la observación atenta y cuidadosa de los hechos, analizados con espíritu crítico, con sagacidad y con sentido común, suministran argumentos decisivos para resolver u orientar los problemas clínicos. Su predilección por lo conceptual y las adquisiciones científicas verdaderas, le permitieron inculcar a la juventud estudiosa, ideas básicas, que constituyeron un haz de firmes conocimientos. En esta forma sostuvo, con el grande William Osler, que “el arte de practicar la Medicina sólo se adquiere con la experiencia; no es una herencia ni puede ser revelado. La Medicina se aprende al lado del enfermo y no en el aula. Mirar y razonar, comparar y controlar. Vivid en la clínica”. Estas frases luminosas de Osler, uno de los más grandes clínicos en la historia de la Medicina, se adaptan admirablemente a las directivas impuestas por García Otero a su enseñanza clínica.

Su docencia fue generosa. Enseñó todo lo que sabía y sus enseñanzas, trasmitidas a muchas generaciones estudiantiles, sirvieron para sentar las bases de una verdadera escuela médica. Y así surgió la escuela médica de García Otero, porque dio todo su saber con una generosidad sin límites. Sus discípulos encontraron en sus enseñanzas seguras, orientaciones para transitar los difíciles senderos de la clínica, porque los conceptos inmortales, aquellos que mantienen su vigencia a través de los años, fueron por él inculcados con una tenacidad invulnerable. Tuvo la inmensa y rara virtud de enseñar lo justamente necesario, y aunque acostumbraba hacer un análisis agudo y profundísimo de cada caso clínico, jamás hacía alarde de conocimientos agotando el tema o hipertrofiando teóricamente los problemas. El arte de enseñar, decía García Otero, está en despertar el interés del alumno, en hacer vibrar su cerebro para que realice el esfuerzo necesario para asomarse a lo desconocido, elevándose tanto cuanto sus condiciones naturales se lo permitan. Cumplió así cabalmente con la sentencia de Claude Bernard: “En la enseñanza de las ciencias es necesario evitar que los conocimientos que deben armar la inteligencia, no la abrumen y hundan con su peso”.

Su docencia fue entusiasta como pocas. Su palabra vibrante, de juvenil pujanza, era portadora siempre de lúcidas ideas, expresada con dinamismo vital mantenible y seductor. Ese entusiasmo contagioso, realzado aún más por su amplia simpatía personal, hace que sus clases clínicas fueran seguidas con ávido interés.

Jamás decayó su entusiasmo por la docencia a pesar de transcurrir los años; el mismo impulso que nos subyugó hace más de 40 años, lo mantuvo inconmovible en toda su actuación. En su clase de los lunes, en la clínica que nosotros dirigimos cuando lo sustituimos en la cátedra, lo vimos expresar con igual ímpetu y con el mismo entusiasmo de siempre, los lúcidos conceptos que ostentaba a raudales de su cerebro privilegiado.

Su docencia fue original por lo personal y aguda. No conocimos los siempre recordados maestros de nuestra Medicina clásica, Soca y Ricaldoni, como para establecer comparaciones, pero en el extranjero hemos oído a reputados docentes de prestigio internacional y podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que la eficacia de la docencia clínica al estilo de García Otero, que según me han dicho mis mayores, era similar al de Soca, no ha sido superada. Hemos aprendido a su lado que en el análisis objetivo, directo y personal de cada caso hay que resolver el problema diagnóstico. Que la observación clínica es una operación mental fascinante, cuyo objetivo primordial, el diagnóstico, resulta de la integración del sentido común, el juicio y la experiencia. Sus brillantes clases clínicas, improvisadas sobre enfermos no conocidos de antemano, fueron siempre una fuente inagotable de enseñanza. Las iniciaba siempre con un resumen perfecto de la historia leída por el alumno, señalando con honda objetividad las características esenciales del cuadro clínico. Enseguida comenzaba el diálogo con el estudiante que presentaba el caso. Su famosa frase: “¿Y Ud. qué opina?”, hacía temblar de emoción al alumno interrogado, porque el maestro, con espíritu burlón, pero afable y fraternal, disfrutaba con los visibles aprietos que sus preguntas causaban. Así iban naciendo los hechos peculiares que conducían a elaborar el diagnóstico, que García Otero, con gran sagacidad hacía surgir con naturalidad y sencillez. Era en esos momentos que la clase alcanzaba un clímax subyugante, desenmarañaba los más intrincados problemas de la clínica haciendo el juicio analítico de los hechos expuestos y razonando sobre ellos con impresionante lucidez. Su talento desbordante cautivaba al auditorio y su poder intuitivo era de tal magnitud, que muchas veces pensamos que cuando algo no sabía, lo intuía con sentido exacto. Esa metodología de la enseñanza clínica, tan personal de García Otero, nos pareció siempre insuperable. Por eso, su clínica fue considerada el templo supremo de la más alta y eficaz docencia, y aquellos que tuvimos el privilegio de nutrirnos con sus sabias enseñanzas, guardamos por él el más puro sentimiento de admiración y gratitud. Formó así infinidad de discípulos que siguen sus directivas, y eso es lo más admirable que puede ostentar un profesor.

Pero García Otero ha hecho mucho más que enseñar Medicina y crear una escuela médica. Sus puntos de vista originales, sobre variados aspectos de la Medicina, y especialmente de las enfermedades del aparato respiratorio, lo han señalado como el precursor de muchos conceptos hoy sólidamente establecidos. Basta recordar para esto, sus importantes aportes al conocimiento de las malformaciones broncopulmonares, las neumopatías agudas, la obstrucción bronquial, las superaciones y el cáncer de pulmón.

Toda esta obra de García Otero en el nivel científico y docente, con ser enorme, es apenas una parte de la realizada en el plano universitario y social. Decano durante dos períodos, realizó ingentes esfuerzos para transformar nuestra  Facultad en una institución moderna. A muchas de sus ideas reformistas, algunas de las cuales lamentablemente no fueron realizadas como él las planeó, debemos la estructuración docente de nuestra Facultad. Todo esto fue posible gracias a la generosidad con que dedicó su tiempo, y aún su salud, entregando a la universidad sus mejores afanes.

Pero García Otero, además de Medicina, enseñó otras disciplinas con ella vinculadas. Fue docente de deontología y moral médica. Su carrera universitaria, docente y funcionarial, obtenida indefectiblemente por la vía limpia y recta del concurso y la competencia leal; su proceder intachable como profesional; la dignidad con que encaró las relaciones con sus colegas; la imparcialidad absoluta que demostró en los tribunales universitarios donde intervino, teniendo siempre como norma invariable el beneficio exclusivo de su querida Facultad, son ejemplos por demás suficientes de una conducta inmaculada.

Enseñó a cultivar los vínculos de la solidaridad humana con el ejemplo de la entrega incondicional de su talento médico, de su noble calidad universitaria y de sus firmes convicciones ciudadanas, a toda obra útil que pudiera beneficiarse con su esfuerzo. Prodigó su atención profesional a todas las clases sociales y auxilió a los humildes con igual solicitud que al poderoso. Su investidura de decano de la Facultad de Medicina y profesor de Clínica Médica no fueron impedimentos para cumplir una acción social intensa y continuada; con su viejo aparato de Forlanini lo vimos entrar en los hogares más modestos, realizando el neumotórax a muchos enfermos de condición paupérrima, que no le aportaban otro beneficio que su íntima satisfacción de hacer el bien. El desinterés, la generosidad, la sencillez y la humidad, fueron rasgos indelebles de su acción tesonera y fecunda.

Hoy, a 20 años de su desaparición, su recuerdo quedará imborrable.

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