Dr. Manlio Ferrari
Cuando los
organizadores de este acto me propusieron referirme a la personalidad del
Profesor Julio García Otero como docente, pensé que, sin duda, nadie había
tenido el privilegio que el destino me reservó: recibir durante 19 años
consecutivos las enseñanzas, el apoyo y la consideración amistosa de este
hombre excepcional. Desde que ingresé en su clínica como practicante interno en
1941, hasta que le sucedí en la cátedra en 1960, fui partícipe de su vida
científica, asistí a su encumbramiento docente y percibí sus inquietudes, sus
afanes y sus desesperanzas.
En la clase
inaugural que pronunciara cuando fue designado profesor de clínica médica,
García Otero dijo lo siguiente: “Si deseé conseguir el título de profesor de
clínica médica, no es por el honor que ello significa, no es para destacarme
colocándome por encima de los que me rodean, sino que es por creer que puedo,
desde este puesto, realizar algún bien. No sé si será ilusión, si las fuerzas
que creo poseer serán suficientes, pero lo que puedo asegurar es que tengo la
firme voluntad de hacer el bien, ayudando a los que se inician en el difícil
arte de curar, a adquirir los conocimientos necesarios mostrándoles sin
énfasis, pero también sin temor, los obstáculos a vencer y el camino a seguir”.
Su actuación posterior demostró la absoluta sinceridad de los propósitos
enunciados al recibir su alta investidura; enseñó con firme voluntad y prodigó
incansablemente sus enseñanzas a muchas generaciones estudiantiles.
A la docencia
se puede llegar por varios caminos. El más digno sin duda, es cuando constituye
la culminación de una aptitud vocacional íntimamente sentida; así resulta la
docencia plena, generosa, entusiasta y a menudo también apasionada y original.
Otras veces es la consecuencia de una cultura trabajosamente lograda, que
necesita expansión natural, volcándose hacia terceros; es la docencia para
satisfacción personal, intelectual y rebuscada; que se brinda sin pasión. En
fin, lamentablemente, con frecuencia se toma como una profesión más, un “modus
vivendi”; la docencia es entonces rutinaria, interesada y sin calor humano.
Julio García Otero fue paradigma nato del docente de la primera categoría: su
docencia fue plena, apasionada, generosa, entusiasta y original.
Su docencia
fue plena: se entregó a ella en forma absoluta hasta los últimos días de su
vida fecunda. Contó con aptitudes intelectuales de valor excepcional; una
inteligencia rápida y brillante y una memoria prodigiosa que supo usar con
sencillez y naturalidad. Sus ideas brotaban espontáneas, sin esfuerzo, con
insuperable claridad, usando un lenguaje preciso, justo y adecuado a cada
situación. La grandilocuencia y la petulancia jamás estuvieron presentes en sus
disertaciones, que cautivaban por su agudeza y su inefable sencillez.
Su docencia
fue apasionada. Puso pasión para defender lo que él consideraba incólume en la
medicina clínica: los hechos sólidamente
establecidos por la experiencia. Lo vimos desdeñar con sutil ironía, la
novelería y las generalizaciones fáciles a que tan proclives son los espíritus
superficiales y las mentes poco sólidas. Su robusto intelecto se inflamaba de
pasión cuando afirmaba, con la fuerza convincente de sus argumentos, que el
fundamento eterno de la medicina clínica, imperecedero a través del tiempo, es
el diálogo entre el enfermo y el médico. En este sentido fue un clásico
integral. Enseñó siempre que un interrogatorio profundo y un examen clínico
cuidadoso y completo, son los fundamentos esenciales del diagnóstico; que la
observación atenta y cuidadosa de los hechos, analizados con espíritu crítico,
con sagacidad y con sentido común, suministran argumentos decisivos para
resolver u orientar los problemas clínicos. Su predilección por lo conceptual y
las adquisiciones científicas verdaderas, le permitieron inculcar a la juventud
estudiosa, ideas básicas, que constituyeron un haz de firmes conocimientos. En
esta forma sostuvo, con el grande William Osler, que “el arte de practicar la
Medicina sólo se adquiere con la experiencia; no es una herencia ni puede ser
revelado. La Medicina se aprende al lado del enfermo y no en el aula. Mirar y
razonar, comparar y controlar. Vivid en la clínica”. Estas frases luminosas de
Osler, uno de los más grandes clínicos en la historia de la Medicina, se
adaptan admirablemente a las directivas impuestas por García Otero a su
enseñanza clínica.
Su docencia
fue generosa. Enseñó todo lo que sabía y sus enseñanzas, trasmitidas a muchas
generaciones estudiantiles, sirvieron para sentar las bases de una verdadera
escuela médica. Y así surgió la escuela médica de García Otero, porque dio todo
su saber con una generosidad sin límites. Sus discípulos encontraron en sus
enseñanzas seguras, orientaciones para transitar los difíciles senderos de la
clínica, porque los conceptos inmortales, aquellos que mantienen su vigencia a
través de los años, fueron por él inculcados con una tenacidad invulnerable.
Tuvo la inmensa y rara virtud de enseñar lo justamente necesario, y aunque
acostumbraba hacer un análisis agudo y profundísimo de cada caso clínico, jamás
hacía alarde de conocimientos agotando el tema o hipertrofiando teóricamente
los problemas. El arte de enseñar, decía García Otero, está en despertar el
interés del alumno, en hacer vibrar su cerebro para que realice el esfuerzo
necesario para asomarse a lo desconocido, elevándose tanto cuanto sus
condiciones naturales se lo permitan. Cumplió así cabalmente con la sentencia
de Claude Bernard: “En la enseñanza de las ciencias es necesario evitar que los
conocimientos que deben armar la inteligencia, no la abrumen y hundan con su
peso”.
Su docencia
fue entusiasta como pocas. Su palabra vibrante, de juvenil pujanza, era
portadora siempre de lúcidas ideas, expresada con dinamismo vital mantenible y
seductor. Ese entusiasmo contagioso, realzado aún más por su amplia simpatía
personal, hace que sus clases clínicas fueran seguidas con ávido interés.
Jamás decayó
su entusiasmo por la docencia a pesar de transcurrir los años; el mismo impulso
que nos subyugó hace más de 40 años, lo mantuvo inconmovible en toda su
actuación. En su clase de los lunes, en la clínica que nosotros dirigimos
cuando lo sustituimos en la cátedra, lo vimos expresar con igual ímpetu y con
el mismo entusiasmo de siempre, los lúcidos conceptos que ostentaba a raudales
de su cerebro privilegiado.
Su docencia
fue original por lo personal y aguda. No conocimos los siempre recordados
maestros de nuestra Medicina clásica, Soca y Ricaldoni, como para establecer
comparaciones, pero en el extranjero hemos oído a reputados docentes de
prestigio internacional y podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que la
eficacia de la docencia clínica al estilo de García Otero, que según me han
dicho mis mayores, era similar al de Soca, no ha sido superada. Hemos aprendido
a su lado que en el análisis objetivo, directo y personal de cada caso hay que
resolver el problema diagnóstico. Que la observación clínica es una operación
mental fascinante, cuyo objetivo primordial, el diagnóstico, resulta de la
integración del sentido común, el juicio y la experiencia. Sus brillantes
clases clínicas, improvisadas sobre enfermos no conocidos de antemano, fueron
siempre una fuente inagotable de enseñanza. Las iniciaba siempre con un resumen
perfecto de la historia leída por el alumno, señalando con honda objetividad
las características esenciales del cuadro clínico. Enseguida comenzaba el
diálogo con el estudiante que presentaba el caso. Su famosa frase: “¿Y Ud. qué
opina?”, hacía temblar de emoción al alumno interrogado, porque el maestro, con
espíritu burlón, pero afable y fraternal, disfrutaba con los visibles aprietos
que sus preguntas causaban. Así iban naciendo los hechos peculiares que
conducían a elaborar el diagnóstico, que García Otero, con gran sagacidad hacía
surgir con naturalidad y sencillez. Era en esos momentos que la clase alcanzaba
un clímax subyugante, desenmarañaba los más intrincados problemas de la clínica
haciendo el juicio analítico de los hechos expuestos y razonando sobre ellos
con impresionante lucidez. Su talento desbordante cautivaba al auditorio y su
poder intuitivo era de tal magnitud, que muchas veces pensamos que cuando algo
no sabía, lo intuía con sentido exacto. Esa metodología de la enseñanza
clínica, tan personal de García Otero, nos pareció siempre insuperable. Por
eso, su clínica fue considerada el templo supremo de la más alta y eficaz
docencia, y aquellos que tuvimos el privilegio de nutrirnos con sus sabias
enseñanzas, guardamos por él el más puro sentimiento de admiración y gratitud.
Formó así infinidad de discípulos que siguen sus directivas, y eso es lo más
admirable que puede ostentar un profesor.
Pero García
Otero ha hecho mucho más que enseñar Medicina y crear una escuela médica. Sus
puntos de vista originales, sobre variados aspectos de la Medicina, y
especialmente de las enfermedades del aparato respiratorio, lo han señalado
como el precursor de muchos conceptos hoy sólidamente establecidos. Basta
recordar para esto, sus importantes aportes al conocimiento de las
malformaciones broncopulmonares, las neumopatías agudas, la obstrucción
bronquial, las superaciones y el cáncer de pulmón.
Toda esta obra
de García Otero en el nivel científico y docente, con ser enorme, es apenas una
parte de la realizada en el plano universitario y social. Decano durante dos
períodos, realizó ingentes esfuerzos para transformar nuestra Facultad en una institución moderna. A muchas
de sus ideas reformistas, algunas de las cuales lamentablemente no fueron
realizadas como él las planeó, debemos la estructuración docente de nuestra
Facultad. Todo esto fue posible gracias a la generosidad con que dedicó su
tiempo, y aún su salud, entregando a la universidad sus mejores afanes.
Pero García
Otero, además de Medicina, enseñó otras disciplinas con ella vinculadas. Fue docente
de deontología y moral médica. Su carrera universitaria, docente y
funcionarial, obtenida indefectiblemente por la vía limpia y recta del concurso
y la competencia leal; su proceder intachable como profesional; la dignidad con
que encaró las relaciones con sus colegas; la imparcialidad absoluta que
demostró en los tribunales universitarios donde intervino, teniendo siempre
como norma invariable el beneficio exclusivo de su querida Facultad, son
ejemplos por demás suficientes de una conducta inmaculada.
Enseñó a
cultivar los vínculos de la solidaridad humana con el ejemplo de la entrega
incondicional de su talento médico, de su noble calidad universitaria y de sus
firmes convicciones ciudadanas, a toda obra útil que pudiera beneficiarse con
su esfuerzo. Prodigó su atención profesional a todas las clases sociales y
auxilió a los humildes con igual solicitud que al poderoso. Su investidura de
decano de la Facultad de Medicina y profesor de Clínica Médica no fueron
impedimentos para cumplir una acción social intensa y continuada; con su viejo
aparato de Forlanini lo vimos entrar en los hogares más modestos, realizando el
neumotórax a muchos enfermos de condición paupérrima, que no le aportaban otro
beneficio que su íntima satisfacción de hacer el bien. El desinterés, la
generosidad, la sencillez y la humidad, fueron rasgos indelebles de su acción
tesonera y fecunda.
Hoy, a 20 años
de su desaparición, su recuerdo quedará imborrable.
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